miércoles, 20 de marzo de 2013

EL PERFUME DE SU PIEL


La miró despacio, fijamente. Acercó a su pecho inmóvil su fina nariz y aspiró profundamente. Tras una pausa en la que le pareció haber perdido la noción del tiempo, con los ojos cerrados, la besó suavemente en la oquedad que forman los pechos, de forma que cada uno de sus pómulos rozó el manso promontorio y deseó que aquel instante durara toda la eternidad. De pronto, abrió los ojos y se apartó bruscamente temiendo despertarla: su casi imperceptible respiración había sido rota por un profundo suspiro. Volvió a ocupar su posición en el lecho, entrelazó las manos sobre el pecho y, en vano, intentó dormir.
Dolores seguía respirando suavemente a su lado, completamente ajena al profundo desasosiego que en él creaba cuando dormía. Despierta, no. Era completamente distinto. No era solo la placidez de su rostro mientras dormía, ni siquiera la dulce entrega durante la que podría incluso haberla matado, era el olor que su cuerpo trasudaba mientras permanecía dormida, tan ajena de sí misma que, al menos durante aquellas horas, solo le pertenecía a él.
Alfredo se enamoró de Dolores la misma noche en que hizo el amor con ella por primera vez. Se despertó de madrugada y percibió un tenue perfume que le conmocionó. En la oscuridad de la habitación se incorporó y exacerbó todos sus sentidos para identificar el olor, para añadirle propiedades y ponerle nombre, pero fue incapaz de todo ello; entonces, como un animal que acosa, se dejó llevar por el instinto y, con deleite, olió su cuerpo, de los pies a la cabeza.
Pudo haberla matado en aquel instante, de hecho lo pensó. Sabía que si no lo hacía, aquella mujer le sometería para siempre. Rodeó con sus manos el cuello de la mujer, pudo haber apretado con todas sus fuerzas para liberarse de la tiranía, pero no lo hizo. En lugar de ello, cometió el error de dejarse llevar por la pasión de sus papilas olfativas, y sucumbió.
El estridente sonido del despertador le sacó de un profundo sueño, y despacio, con la desgana de un felino que se siente dueño de su espacio, se incorporó de la cama. Miró de soslayo tras él para comprobar que ella seguía dormida, y se levantó.
Conoció a Dolores cierta noche de insomnio, a pocas manzanas de su casa, en un bar de copas poco concurrido a aquellas horas de la madrugada. Estaba sentada en la barra frente a un dry martini, completamente ajena a todo cuanto la rodeaba. Al principio le prestó poca atención a pesar de ser los únicos clientes que ocupaban la barra, convencido, dado el lugar y la hora, de que se trataba de una prostituta. Pero poco a poco, extrañado quizá de que ella no hiciera un acercamiento (ni siquiera una triste mirada), empezó a mirarla con más interés. Era una mujer de unos treinta años, rubia (posiblemente artificial), vestida con cierta clase (definitivamente no era una prostituta), atrayente perfil y unas delicadas manos que en aquel momento jugaban con el palillo en cuyo extremo se insertaba una aceituna. Mojaba la aceituna en el cristalino líquido de la copa y después la llevaba a sus carnosos labios, donde la lamía de una forma absolutamente excitante.
—¿Puedo invitarla a otra copa? —preguntó a modo de saludo.
Ella le miró por primera vez y pareció que volvía de una lejana región.
—¿Quiere hablar? —preguntó a su vez.
—Por ejemplo —contestó él.
—Le advierto que será mi sexta copa —dijo señalando con el dedo índice la copa que brillaba ante ella, e inició entonces una leve sonrisa para preguntar—: ¿Cuántas lleva usted?
—Solo es la primera —dijo acercando su taburete al de ella—, pero es cuestión de tiempo.
Con un gesto indicó al camarero (que asistía a la escena con bastante displicencia, acostumbrado a que cada noche decenas de solitarios se buscaran desesperados en la barra de su bar) que pusiera otras dos copas.
—¿Es de Madrid? —preguntó la mujer mientras el camarero trajinaba con la botella de ginebra.
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
—No sé —dijo ella—, es raro. La mayoría de los hombres que conozco están de paso.
—¿Conoce a muchos hombres? —preguntó Alfredo temiendo haberse equivocado en su apreciación.
—¿Quiere saber si soy puta? —preguntó ella a su vez, de una forma tan franca y directa, tan lejos de la respuesta cínica que le había servido en bandeja, que Alfredo se sintió estúpido.
—Sí —contestó él.
—¿Le gustaría que lo fuera? —volvió a preguntar la mujer.
—Ssí —volvió él a contestar tras un instante de vacilación.
Dolores sonrió complacida y alzó su copa para brindar:
—¡Bravo! —dijo—, ¡y gracias! Es la cosa más bonita que me han dicho en muchos días.
—Me alegro —dijo él—, pero no ha contestado a mi pregunta.
Dolores cambió su copa por la nueva que le ofrecía el camarero.
—Yo me llamo Dolores. ¿Me ha dicho su nombre?
—Alfredo.
—Alfredo —repitió ella despacio, saboreando cada letra—, es un nombre bonito. Bien, Alfredo, te voy a contestar —dijo cambiando repentinamente el tratamiento—. Toda mujer es un poco puta, a veces, aunque no solo se prostituya por dinero. Esta noche, por ejemplo, no me acostaría contigo por nada del mundo.
—¿Por qué? —preguntó el hombre.
—Porque no me gustas, porque no me apetece, porque no te conozco. No sé, esta noche no me apetece follar, ni tampoco hacer el amor. ¿Te importa?
—Es una lástima —se lamentó—, pero no, no me importa. Solo vine a tomar una copa.
—Pues tomémosla —dijo ella.
Durante los minutos en que compartieron copas frente a la barra del bar, habían hablado del amor y del deseo, de la soledad y del sexo.
—No tengo especial interés por el sexo —dijo ella—. Está bien, es agradable, a veces muy agradable —subrayó—, pero no más que otras muchas actividades.
También dijo: “He amado mucho, y cada vez he sentido (quizá deseado) que ese amor era eterno, grandioso, para descubrir enseguida que no era nada objetivo, sino más bien la materialización de una necesidad emocional que solo existe en ti. Es terrible, ¿no crees? Es como si un día descubrieras que Dios ha muerto”.
—De todas formas, necesitamos querer y que nos quieran —afirmó Alfredo contestando a una pregunta que nadie le había hecho, e inmediatamente se sintió estúpido.
—En realidad —puntualizó ella—, nos basta con creer que queremos, y creer que nos quieren.
       Dos horas después la acompañó por la desierta avenida en busca de un taxi que tardó bastante en aparecer. Caminaron el uno junto al otro, sin sentir la necesidad de expresar emociones o deseos, como dos seres solitarios que por casualidad hubieran coincidido en aquel punto de la calle.
  Nada más arrancar el coche que se la llevaba, se dio cuenta de que le gustaría volverla a ver y que no le había preguntado el teléfono, corrió algunos metros gritando tras el vehículo, pero este no se detuvo, dejándole con una extraña sensación en la boca del estómago (¿eran náuseas?) en la solitaria avenida, y volvió a su casa y a su cama.
La madrugada siguiente retornó a la misma barra del mismo bar, y allí estaba ella, sola otra vez, tomando pequeños sorbos de un dry martini. Esa noche bastó una simple mirada para decírselo todo.
—Creí que ya no vendrías —dijo ella.
—Yo temía que no lo hubieras hecho tú —respondió él.
—¿Vives lejos?
Él no contestó. Dejó un billete sobre el mostrador, la cogió de la mano y la guió, sin pronunciar una sola palabra más hasta su cama.
Mientras el agua de la ducha caía sobre su cabeza como una persistente lluvia, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en los azulejos del baño, tomó la decisión. Le diría: “Quédate conmigo para siempre”.
Volvió al dormitorio resuelto y feliz, pero la cama estaba vacía y su ropa había desaparecido. El hueco que había ocupado entre las sábanas todavía estaba caliente, y lo único que pudo hacer fue arrodillarse desnudo ante la cama, como si ésta fuera un altar, apoyar suavemente la cabeza en el lugar que ella había ocupado, y aspirar profundamente tratando de guardar en su memoria, como bits de una información preciosa, su aroma.


Alfredo siempre sentía apuros cuando tenía que explicar su profesión, por lo que, cuando surgía la pregunta, solía responder: negocios de restauración. Y no mentía. Estudió restauración porque siempre le gustó la buena mesa (él mismo era un buen cocinero), por eso, y también porque le gustaba viajar, no dudó en aceptar el puesto de supervisor para España de la guía Michelín. Era agradable comer a diario en los mejores restaurantes, y que además te paguen por ello. Normalmente viajaba de lunes a viernes, y no solía pasar más de un día en la misma ciudad. Después de cada comida, o cena, hacía su informe y lo remitía directamente a cierta persona de la editorial. Previamente anotaba en una agenda de tapas negras, que siempre viajaba con él, la fecha de la visita y un escueto resumen del comentario enviado.
Era un hombre entregado a la rutina, y sus visitas a cada ciudad se repetían con una escrupulosa periodicidad. Frecuentaba siempre los mismos hoteles e intentaba dormir cada vez en las mismas habitaciones. En cierto modo era una manera de sentirse como en casa. En invierno sus viajes apuntaban al sur; la primavera era para el levante; el otoño quedaba reservado para Aragón y Cataluña (¡cómo le gustaba la luz opacada del otoño reflejada sobre las mansas aguas del Ebro!); y el norte en verano.
Partió para Valencia con la intención de llegar a mediodía. Se instaló en el Hotel Victoria, y pidió la habitación 306 que, afortunadamente, estaba libre. Comió en cierto restaurante que el año anterior le había causado una buena impresión, pero la comida fue una completa decepción. De regreso al hotel, hizo su informe (devastador) y, tal como solía hacer, intentó dormir una ligera siesta. Estaba intranquilo, desasosegado, incapaz de centrarse en su trabajo (le fue imposible recordar qué le pareció prometedor el año anterior del restaurante en el que acababa de comer), porque una y otra vez se encontraba de pronto regodeándose con el recuerdo de Dolores.
Paseó por la antigua ribera del río para hacer tiempo antes de la cena, y, a la hora en que debía estar entrando en el restaurante previsto para esa noche, conducía de nuevo su coche en dirección a Madrid.
Aparcó junto a su casa en las primeras horas de la madrugada y se encaminó al mismo bar de la noche anterior. Había menos gente que la otra vez, y buscó a Dolores con la mirada. Se acodó sobre la barra y pidió al camarero un gin tonic. Aprovechó el momento en el que se lo servía para preguntar al camarero:
       —¿Recuerda a la mujer con la que estuve hablando anoche y también anteanoche?
       El camarero le lanzó una mirada ausente y le contestó con un escueto “no”.
       —Una mujer rubia —insistió—, le gusta tomar dry martini.
       —Mucha gente toma dry martini —contestó el camarero de forma evasiva—. Lo siento.
       Alfredo estaba seguro que no era así, pero prefirió dejar el asunto. Se acomodó en un taburete y durante los siguientes sesenta minutos se tomó dos copas más mientras estuvo pendiente de la puerta de entrada, esperando verla aparecer en cualquier momento.
       Por fin, cansado (y un poco borracho), volvió al coche, recogió su maleta, y subió al piso sin poder dejar de pensar en Dolores.
       A la mañana siguiente, decidido a encontrar a la mujer, cambió, por primera vez en muchos años, sus planes, y llamó a la editorial para decir que se encontraba enfermo por lo que durante algunos días no podría realizar su trabajo.
       Cada noche acudía al bar esperando volver a encontrar a la mujer, y allí permanecía sin hablar con nadie, bebiendo gin-tonic hasta poco antes del amanecer, en que volvía a su casa, borracho y desesperado, para dormir.
       Las horas del día, desde que se levantaba, eran de ansiosa espera de la siguiente noche. Intentó aprovechar el tiempo reorganizando su agenda y revisando notas, pero un día después se había rendido a la evidencia: no podía hacer nada durante lo que empezó a llamar “horas muertas”, salvo pensar en ella. Desde que se despertaba cerca del mediodía, todos sus actos eran una preparación para el reencuentro. Tejía y destejía mil veces las frases que le diría, ensayaba ante el espejo la cara de sorpresa que pondría ante aquel “casual” encuentro.
       Así fueron pasando un día tras otro, y al décimo comprendió que, aquellas dos noches, Dolores había ido al bar por pura casualidad, pero que ya no volvería nunca más. Derrumbado, volvió a su vida y, al día siguiente, partió para Valencia y reanudó su trabajo allí donde lo había dejado. Sumergido en la rutina diaria, poco a poco se fue diluyendo el recuerdo de Dolores, de forma que, a los pocos meses, solo aparecía algunas noches en sus sueños, como un espectro perdido en el espacio y en el tiempo; pero eran precisamente esas fugaces apariciones las que le mantenían indemne, seguro de que un día volvería a encontrarla para no separarse nunca más.
       Fue por entonces, al final del otoño, en Zaragoza, una fría y oscura noche en la que el cierzo empezaba a dar dentelladas cuando, al salir de un restaurante, le pareció verla pasar por la acera de enfrente. Andaba rápido, arrebujada en su abrigo, como si algo ineludible y perentorio la urgiera. Su primer pensamiento fue correr tras ella, decirle aquellas cosas tantas veces ensayadas, pero algo —miedo o repentina angustia— se lo impidió. Decidió seguirla, averiguar todo sobre ella,  quién era realmente, dónde vivía. ¿Se acordaría de él, o para ella fue una simple y divertida aventura? ¿Estaría casada? Giró hacia la Calle de Don Jaime I y continuó hasta la Plaza del Pilar. Allí pareció titubear durante un instante, pero continuó derecho. Cruzó el Paseo de Echegaray y, como quien sigue una estela, se adentró en el Puente de Piedra, flanqueado por los dos leones que parecían guardarlo.
       A aquellas horas el puente estaba desierto, iluminado por farolas que proyectaban una luz amarillenta. Se paró en mitad del mismo y miró a un lado y otro, como si sus ojos buscaran algo en lo que posarse. Estaba junto a la baranda, apoyando sus manos sobre la misma y Alfredo, desde la posición que ocupaba, habría jurado que miraba fijamente al agua. Instintivamente hizo lo mismo y, sorprendido, observó que el agua era una masa compacta de color gris metalizado, cuya uniformidad solo se quebraba de cuando en cuando por un inesperado destello. Miró hacia el cielo y se sorprendió de que las miles de estrellas que brillaban como faros siderales no se reflejaran en el agua. Sí escuchó con claridad el rumor suave y acompasado de las aguas que discurrían bajos los arcos centenarios. Pensó en las nanas que se les canta a los niños para que se duerman y sonrió complacido. Fue entonces cuando de pronto la vio de pie sobre el muro, con la mirada fija en las negras aguas. Supo lo que iba a hacer y corrió hacia ella gritando desesperado:
       —¡Dolores!¡Dolores!
       Ni siquiera volvió la cabeza. Dio un paso adelante, como si fuera a iniciar un agradable paseo, y después de un instante escuchó el golpe seco sobre el agua (¿le había salpicado o eran gotas de sudor las que corrían por su cara?). Después de eso no oyó nada más, salvo el murmullo de las aguas y su propia voz desgarrada que continuaba gritando:
       —¡Dolores!¡Dolores!
       En el suelo, un par de zapatos de tacón negros habían quedado abandonados. Alfredo cogió uno de ellos, lo acercó a su nariz y aspiró profundamente. Sus papilas olfativas creyeron reconocer el olor que registraron un día (¿era real o un espejismo?). Hubiera querido gritar, aullar como un perro dolorido, pero de su garganta solo salió un profundo sollozo, como un estertor surgido en su estómago, y sintió (otra vez) náuseas, pero no pudo llorar.
       Dos días después leyó en la sección de sucesos del “Heraldo de Aragón” el siguiente titular:
       “En la madrugada de ayer, una mujer de unos treinta años se suicidó lanzándose a las aguas del río Ebro desde el Puente de Piedra. No portaba documentación alguna, por lo que hasta el momento no ha podido ser identificada. No ha sido denunciada ninguna desaparición, y la policía esta haciendo pesquisas para lograr su identificación. El cadáver apareció en un ribazo del río, a tres kilómetros de la ciudad, parcialmente devorado por las ratas”, pero ya no estaba seguro de que la mujer que vio saltar desde el puente fuera ella. Después de todo no le había visto la cara. No, no era ella.
       Malditos roedores.  




Guardamar,
agosto de 2005

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