La miró despacio, fijamente. Acercó a su pecho inmóvil su
fina nariz y aspiró profundamente. Tras una pausa en la que le pareció haber
perdido la noción del tiempo, con los ojos cerrados, la besó suavemente en la
oquedad que forman los pechos, de forma que cada uno de sus pómulos rozó el
manso promontorio y deseó que aquel instante durara toda la eternidad. De pronto,
abrió los ojos y se apartó bruscamente temiendo despertarla: su casi imperceptible
respiración había sido rota por un profundo suspiro. Volvió a ocupar su
posición en el lecho, entrelazó las manos sobre el pecho y, en vano, intentó
dormir.
Dolores seguía respirando suavemente a su lado,
completamente ajena al profundo desasosiego que en él creaba cuando dormía. Despierta,
no. Era completamente distinto. No era solo la placidez de su rostro mientras
dormía, ni siquiera la dulce entrega durante la que podría incluso haberla matado,
era el olor que su cuerpo trasudaba mientras permanecía dormida, tan ajena de
sí misma que, al menos durante aquellas horas, solo le pertenecía a él.
Alfredo se enamoró de Dolores la misma noche en que hizo el
amor con ella por primera vez. Se despertó de madrugada y percibió un tenue
perfume que le conmocionó. En la oscuridad de la habitación se incorporó y
exacerbó todos sus sentidos para identificar el olor, para añadirle propiedades
y ponerle nombre, pero fue incapaz de todo ello; entonces, como un animal que
acosa, se dejó llevar por el instinto y, con deleite, olió su cuerpo, de los
pies a la cabeza.
Pudo haberla matado en aquel instante, de hecho lo pensó.
Sabía que si no lo hacía, aquella mujer le sometería para siempre. Rodeó con
sus manos el cuello de la mujer, pudo haber apretado con todas sus fuerzas para
liberarse de la tiranía, pero no lo hizo. En lugar de ello, cometió el error de
dejarse llevar por la pasión de sus papilas olfativas, y sucumbió.
El estridente sonido del despertador le sacó de un profundo
sueño, y despacio, con la desgana de un felino que se siente dueño de su espacio,
se incorporó de la cama. Miró de soslayo tras él para comprobar que ella seguía
dormida, y se levantó.
Conoció a Dolores cierta noche de insomnio, a pocas
manzanas de su casa, en un bar de copas poco concurrido a aquellas horas de la
madrugada. Estaba sentada en la barra frente a un dry martini, completamente ajena a todo cuanto la rodeaba. Al
principio le prestó poca atención a pesar de ser los únicos clientes que
ocupaban la barra, convencido, dado el lugar y la hora, de que se trataba de
una prostituta. Pero poco a poco, extrañado quizá de que ella no hiciera un
acercamiento (ni siquiera una triste mirada), empezó a mirarla con más interés.
Era una mujer de unos treinta años, rubia (posiblemente artificial), vestida
con cierta clase (definitivamente no era una prostituta), atrayente perfil y
unas delicadas manos que en aquel momento jugaban con el palillo en cuyo extremo
se insertaba una aceituna. Mojaba la aceituna en el cristalino líquido de la
copa y después la llevaba a sus carnosos labios, donde la lamía de una forma
absolutamente excitante.
—¿Puedo invitarla a otra copa? —preguntó a modo de saludo.
Ella le miró por primera vez y pareció que volvía de una
lejana región.
—¿Quiere hablar? —preguntó a su vez.
—Por ejemplo —contestó él.
—Le advierto que será mi sexta copa —dijo señalando con el
dedo índice la copa que brillaba ante ella, e inició entonces una leve sonrisa
para preguntar—: ¿Cuántas lleva usted?
—Solo es la primera —dijo acercando su taburete al de ella—,
pero es cuestión de tiempo.
Con un gesto indicó al camarero (que asistía a la escena
con bastante displicencia, acostumbrado a que cada noche decenas de solitarios
se buscaran desesperados en la barra de su bar) que pusiera otras dos copas.
—¿Es de Madrid? —preguntó la mujer mientras el camarero
trajinaba con la botella de ginebra.
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
—No sé —dijo ella—, es raro. La mayoría de los hombres que
conozco están de paso.
—¿Conoce a muchos hombres? —preguntó Alfredo temiendo
haberse equivocado en su apreciación.
—¿Quiere saber si soy puta? —preguntó ella a su vez, de una
forma tan franca y directa, tan lejos de la respuesta cínica que le había
servido en bandeja, que Alfredo se sintió estúpido.
—Sí —contestó él.
—¿Le gustaría que lo fuera? —volvió a preguntar la mujer.
—Ssí —volvió él a contestar tras un instante de vacilación.
Dolores sonrió complacida y alzó su copa para brindar:
—¡Bravo! —dijo—, ¡y gracias! Es la cosa más bonita que me
han dicho en muchos días.
—Me alegro —dijo él—, pero no ha contestado a mi pregunta.
Dolores cambió su copa por la nueva que le ofrecía el
camarero.
—Yo me llamo Dolores. ¿Me ha dicho su nombre?
—Alfredo.
—Alfredo —repitió ella despacio, saboreando cada letra—, es
un nombre bonito. Bien, Alfredo, te voy a contestar —dijo cambiando repentinamente
el tratamiento—. Toda mujer es un poco puta, a veces, aunque no solo se
prostituya por dinero. Esta noche, por ejemplo, no me acostaría contigo por
nada del mundo.
—¿Por qué? —preguntó el hombre.
—Porque no me gustas, porque no me apetece, porque no te
conozco. No sé, esta noche no me apetece follar, ni tampoco hacer el amor. ¿Te
importa?
—Es una lástima —se lamentó—, pero no, no me importa. Solo
vine a tomar una copa.
—Pues tomémosla —dijo ella.
Durante los minutos en que compartieron copas frente a la
barra del bar, habían hablado del amor y del deseo, de la soledad y del sexo.
—No tengo especial interés por el sexo —dijo ella—. Está
bien, es agradable, a veces muy
agradable —subrayó—, pero no más que otras muchas actividades.
También dijo: “He amado mucho, y cada vez he sentido (quizá
deseado) que ese amor era eterno, grandioso, para descubrir enseguida que no
era nada objetivo, sino más bien la materialización de una necesidad
emocional que solo existe en ti. Es terrible, ¿no crees? Es como si un día
descubrieras que Dios ha muerto”.
—De todas formas, necesitamos querer y que nos quieran
—afirmó Alfredo contestando a una pregunta que nadie le había hecho, e
inmediatamente se sintió estúpido.
—En realidad —puntualizó ella—, nos basta con creer que
queremos, y creer que nos quieren.
Dos horas
después la acompañó por la desierta avenida en busca de un taxi que tardó bastante
en aparecer. Caminaron el uno junto al otro, sin sentir la necesidad de
expresar emociones o deseos, como dos seres solitarios que por casualidad
hubieran coincidido en aquel punto de la calle.
Nada más arrancar
el coche que se la llevaba, se dio cuenta de que le gustaría volverla a ver y
que no le había preguntado el teléfono, corrió algunos metros gritando tras el
vehículo, pero este no se detuvo, dejándole con una extraña sensación en la
boca del estómago (¿eran náuseas?) en la solitaria avenida, y volvió a su casa
y a su cama.
La madrugada siguiente retornó a la misma barra del mismo
bar, y allí estaba ella, sola otra vez, tomando pequeños sorbos de un dry martini. Esa noche bastó una simple mirada
para decírselo todo.
—Creí que ya no vendrías —dijo ella.
—Yo temía que no lo hubieras hecho tú —respondió él.
—¿Vives lejos?
Él no contestó. Dejó un billete sobre el mostrador, la
cogió de la mano y la guió, sin pronunciar una sola palabra más hasta su cama.
Mientras el agua de la ducha caía sobre su cabeza como una
persistente lluvia, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en los azulejos
del baño, tomó la decisión. Le diría: “Quédate conmigo para siempre”.
Volvió al dormitorio resuelto y feliz, pero la cama estaba
vacía y su ropa había desaparecido. El hueco que había ocupado entre las
sábanas todavía estaba caliente, y lo único que pudo hacer fue arrodillarse
desnudo ante la cama, como si ésta fuera un altar, apoyar suavemente la cabeza
en el lugar que ella había ocupado, y aspirar profundamente tratando de guardar
en su memoria, como bits de una información preciosa, su aroma.
Alfredo siempre sentía apuros cuando tenía que explicar su
profesión, por lo que, cuando surgía la pregunta, solía responder: negocios de
restauración. Y no mentía. Estudió restauración porque siempre le gustó la
buena mesa (él mismo era un buen cocinero), por eso, y también porque le gustaba
viajar, no dudó en aceptar el puesto de supervisor para España de la guía Michelín. Era agradable comer a diario
en los mejores restaurantes, y que además te paguen por ello. Normalmente
viajaba de lunes a viernes, y no solía pasar más de un día en la misma ciudad.
Después de cada comida, o cena, hacía su informe y lo remitía directamente a
cierta persona de la editorial. Previamente anotaba en una agenda de tapas
negras, que siempre viajaba con él, la fecha de la visita y un escueto resumen
del comentario enviado.
Era un hombre entregado a la rutina, y sus visitas a cada
ciudad se repetían con una escrupulosa periodicidad. Frecuentaba siempre los
mismos hoteles e intentaba dormir cada vez en las mismas habitaciones. En
cierto modo era una manera de sentirse como en casa. En invierno sus viajes
apuntaban al sur; la primavera era para el levante; el otoño quedaba reservado
para Aragón y Cataluña (¡cómo le gustaba la luz opacada del otoño reflejada
sobre las mansas aguas del Ebro!); y el norte en verano.
Partió para Valencia con la intención de llegar a mediodía.
Se instaló en el Hotel Victoria, y pidió la habitación 306 que,
afortunadamente, estaba libre. Comió en cierto restaurante que el año anterior
le había causado una buena impresión, pero la comida fue una completa
decepción. De regreso al hotel, hizo su informe (devastador) y, tal como solía
hacer, intentó dormir una ligera siesta. Estaba intranquilo, desasosegado,
incapaz de centrarse en su trabajo (le fue imposible recordar qué le pareció
prometedor el año anterior del restaurante en el que acababa de comer), porque
una y otra vez se encontraba de pronto regodeándose con el recuerdo de Dolores.
Paseó por la antigua ribera del río para hacer tiempo antes
de la cena, y, a la hora en que debía estar entrando en el restaurante previsto
para esa noche, conducía de nuevo su coche en dirección a Madrid.
Aparcó junto a su casa en las primeras horas de la
madrugada y se encaminó al mismo bar de la noche anterior. Había menos gente
que la otra vez, y buscó a Dolores con la mirada. Se acodó sobre la barra y
pidió al camarero un gin tonic. Aprovechó
el momento en el que se lo servía para preguntar al camarero:
—¿Recuerda a la
mujer con la que estuve hablando anoche y también anteanoche?
El camarero le
lanzó una mirada ausente y le contestó con un escueto “no”.
—Una mujer
rubia —insistió—, le gusta tomar dry
martini.
—Mucha gente
toma dry martini —contestó el
camarero de forma evasiva—. Lo siento.
Alfredo estaba
seguro que no era así, pero prefirió dejar el asunto. Se acomodó en un taburete
y durante los siguientes sesenta minutos se tomó dos copas más mientras estuvo
pendiente de la puerta de entrada, esperando verla aparecer en cualquier
momento.
Por fin,
cansado (y un poco borracho), volvió al coche, recogió su maleta, y subió al
piso sin poder dejar de pensar en Dolores.
A la mañana
siguiente, decidido a encontrar a la mujer, cambió, por primera vez en muchos
años, sus planes, y llamó a la editorial para decir que se encontraba enfermo
por lo que durante algunos días no podría realizar su trabajo.
Cada noche
acudía al bar esperando volver a encontrar a la mujer, y allí permanecía sin
hablar con nadie, bebiendo gin-tonic
hasta poco antes del amanecer, en que volvía a su casa, borracho y desesperado,
para dormir.
Las horas del
día, desde que se levantaba, eran de ansiosa espera de la siguiente noche. Intentó
aprovechar el tiempo reorganizando su agenda y revisando notas, pero un día
después se había rendido a la evidencia: no podía hacer nada durante lo que
empezó a llamar “horas muertas”, salvo pensar en ella. Desde que se despertaba
cerca del mediodía, todos sus actos eran una preparación para el reencuentro.
Tejía y destejía mil veces las frases que le diría, ensayaba ante el espejo la
cara de sorpresa que pondría ante aquel “casual” encuentro.
Así fueron
pasando un día tras otro, y al décimo comprendió que, aquellas dos noches, Dolores
había ido al bar por pura casualidad, pero que ya no volvería nunca más.
Derrumbado, volvió a su vida y, al día siguiente, partió para Valencia y
reanudó su trabajo allí donde lo había dejado. Sumergido en la rutina diaria,
poco a poco se fue diluyendo el recuerdo de Dolores, de forma que, a los pocos
meses, solo aparecía algunas noches en sus sueños, como un espectro perdido en
el espacio y en el tiempo; pero eran precisamente esas fugaces apariciones las
que le mantenían indemne, seguro de que un día volvería a encontrarla para no
separarse nunca más.
Fue por
entonces, al final del otoño, en Zaragoza, una fría y oscura noche en la que el
cierzo empezaba a dar dentelladas cuando, al salir de un restaurante, le
pareció verla pasar por la acera de enfrente. Andaba rápido, arrebujada en su
abrigo, como si algo ineludible y perentorio la urgiera. Su primer pensamiento
fue correr tras ella, decirle aquellas cosas tantas veces ensayadas, pero algo
—miedo o repentina angustia— se lo impidió. Decidió seguirla, averiguar todo
sobre ella, quién era realmente, dónde
vivía. ¿Se acordaría de él, o para ella fue una simple y divertida aventura? ¿Estaría
casada? Giró hacia la Calle de Don Jaime I y continuó hasta la Plaza del Pilar.
Allí pareció titubear durante un instante, pero continuó derecho. Cruzó el
Paseo de Echegaray y, como quien sigue una estela, se adentró en el Puente de
Piedra, flanqueado por los dos leones que parecían guardarlo.
A aquellas
horas el puente estaba desierto, iluminado por farolas que proyectaban una luz
amarillenta. Se paró en mitad del mismo y miró a un lado y otro, como si sus
ojos buscaran algo en lo que posarse. Estaba junto a la baranda, apoyando sus
manos sobre la misma y Alfredo, desde la posición que ocupaba, habría jurado
que miraba fijamente al agua. Instintivamente hizo lo mismo y, sorprendido,
observó que el agua era una masa compacta de color gris metalizado, cuya uniformidad
solo se quebraba de cuando en cuando por un inesperado destello. Miró hacia el
cielo y se sorprendió de que las miles de estrellas que brillaban como faros
siderales no se reflejaran en el agua. Sí escuchó con claridad el rumor suave y
acompasado de las aguas que discurrían bajos los arcos centenarios. Pensó en
las nanas que se les canta a los niños para que se duerman y sonrió complacido.
Fue entonces cuando de pronto la vio de pie sobre el muro, con la mirada fija
en las negras aguas. Supo lo que iba a hacer y corrió hacia ella gritando
desesperado:
—¡Dolores!¡Dolores!
Ni siquiera
volvió la cabeza. Dio un paso adelante, como si fuera a iniciar un agradable paseo,
y después de un instante escuchó el golpe seco sobre el agua (¿le había
salpicado o eran gotas de sudor las que corrían por su cara?). Después de eso
no oyó nada más, salvo el murmullo de las aguas y su propia voz desgarrada que
continuaba gritando:
—¡Dolores!¡Dolores!
En el suelo, un
par de zapatos de tacón negros habían quedado abandonados. Alfredo cogió uno de
ellos, lo acercó a su nariz y aspiró profundamente. Sus papilas olfativas creyeron
reconocer el olor que registraron un día (¿era real o un espejismo?). Hubiera
querido gritar, aullar como un perro dolorido, pero de su garganta solo salió
un profundo sollozo, como un estertor surgido en su estómago, y sintió (otra
vez) náuseas, pero no pudo llorar.
Dos días
después leyó en la sección de sucesos del “Heraldo
de Aragón” el siguiente titular:
“En la madrugada de ayer, una mujer de unos
treinta años se suicidó lanzándose a las aguas del río Ebro desde el Puente de
Piedra. No portaba documentación alguna, por lo que hasta el momento no ha
podido ser identificada. No ha sido denunciada ninguna desaparición, y la
policía esta haciendo pesquisas para lograr su identificación. El cadáver
apareció en un ribazo del río, a tres kilómetros de la ciudad, parcialmente
devorado por las ratas”, pero ya no estaba seguro de que la mujer que vio
saltar desde el puente fuera ella. Después de todo no le había visto la cara.
No, no era ella.
Malditos
roedores.
Guardamar,
agosto de 2005
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