El Camino de
Santiago es una de esas experiencias que todo el mundo debería realizar
al menos una vez en su vida. Yo lo hice por primera vez en el año 2007,
desde entonces cada año he vuelto para, durante unos días, recordar
esas cosas que durante el resto del año tengo casi olvidadas: poner los
pies sobre la tierra y sentir a lluvia, el viento o la nieve sobre mi
piel; medir mis fuerzas y darme cuenta de que soy mucho más resistente,
física y mentalmente, de lo que pensaba; comer y beber, en cada lugar,
lo que la tierra ofrece; disfrutar de las pequeñas cosas: unas uvas
maduras en La Rioja en época de vendimia, una rama de hinojo cogida a
voleo en un borde del camino, o una buena cerveza, bien fría, al final
de la etapa; reflexionar, y darme cuenta de lo poco que necesito para
ser feliz.
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