El
país del Nilo llenaba mi imaginación desde que, en la adolescencia, leí un
libro sobre los grandes descubrimientos arqueológicos en el Valle de los Reyes.
Por fin, hace treinta años, tuve la oportunidad de realizar mi primer viaje a
Egipto. Desde entonces he vuelto una y otra vez para dejarme embriagar por el
paisaje, la historia, la arqueología y el arte. ¿No es un milagro que mil años
antes del Partenón, un arquitecto genial imaginara y diseñara el extraordinario
Templo de Hatshepsut? ¿No es un milagro aún mayor que hace casi cinco mil años,
una sociedad que acababa de entrar en la historia erigiera la Gran Pirámide? En
ningún otro lugar de la Tierra hay tal concentración de monumentos que te admiran
y sobrecogen, que te hacen ser consciente de lo efímero del poder y de la
gloria, testigo de la contingencia del tiempo.
Hay
que navegar por el Nilo para dar un salto atrás y ver en las orillas la
simplicidad de un mundo que ya no existe, hay que subirse en una faluca para
enfrentarse a los rápidos de la primera catarata, sorteando las islas que
estrangulan el gran río, hay que maravillarse ante los colosos de Abu Simbel y ver
las maravillosas puestas de sol de Asuán. Hay que…
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